Último ajusticiado por el franquismo en Canarias. Primero en ser traicionado por la democracia.
A sesenta y seis años de su asesinato legal, seguimos sin honrar su memoria en nuestras calles.
19 de octubre de 1959, 6:00 de la mañana. Prisión de Barranco Seco.
Juan García Suárez camina erguido hacia el patio, con el pecho hacia afuera y una sonrisa en los labios que desarma a los funcionarios que lo custodian. Uno de ellos, pálido, se tambalea y tiene que detenerse antes de llegar al patíbulo. El verdugo Bernardo Sánchez Bascuñana, traído expresamente desde Sevilla para esta venganza legal, espera junto al garrote vil.
Cuando lo invitan a sentarse en la banqueta, Juan levanta la mano:
—¡Un momento, aún falta una cosa! ¡Yo he perdonado a todos y he pedido perdón! ¡Me falta perdonar al que me aprieta!
Dirige su mirada al verdugo. Luego se sienta, inclina la cabeza. El collarín no encaja. Su cuello es demasiado delgado. Piden mantas como calzo. La ironía cruel: un hombre tan grande que necesita hacerse más pequeño para ser asesinado legalmente por el Estado.
Han pasado sesenta y seis años. Y Telde, Ingenio, Las Palmas, toda Canarias sigue sin tener una calle, una plaza, un monumento digno que honre su memoria. Sesenta y seis años de cobardía institucional.
Las gafas que iluminaban la ceguera
Años antes, en plena clandestinidad, en la casa de Ana y Pino Artiles Viera en la calle Océano Índico número 22 de Ingenio, Juan hace un gesto que define toda su existencia:
—Toma, Ana. Para que puedas leer.
Le tiende sus gafas. Lleva años huyendo, escondiéndose, sobreviviendo con lo mínimo. Las gafas son uno de los pocos objetos personales que conserva.
—Pero, Juan, tú también las necesitas...
—Yo puedo apañarme. Tú tienes que seguir estudiando, leyendo. Eso nadie te lo puede quitar.
Ese gesto no es casual. Es la metáfora perfecta de lo que significó Juan García Suárez para Canarias: un hombre con visión que intentó hacer ver a una sociedad ciega y miope. Una sociedad aplastada por la bota del fascismo, donde la mayoría agachaba la cabeza y miraba para otro lado mientras los falangistas torturaban, asesinaban y vejaban a las familias de los disidentes.
Juan prestó sus gafas. Literalmente. Y metafóricamente prestó su visión de un mundo más justo, su valentía, su resistencia inquebrantable durante veintidós años. Esas gafas todavía existen. Son el testimonio material de la solidaridad que el pueblo canario tejió en torno al Corredera.
Ana y Pino sabían bien lo que era la represión: su hermano José Artiles Viera había sido fusilado el 27 de enero de 1937 en el Campo de Tiro de la Isleta, junto con Juan Santana Ascanio, Juan Santana Hernández y Juan del Peso Díaz Corralejo (esposo de Elsa Wolff, quien también fue condenada a muerte aunque le conmutaron la pena por cadena perpetua). Todos ejecutados tras un Consejo Sumarísimo. Ellas mismas habían sido encarceladas por el simple hecho de tener un panfleto comunista en su casa. Conocían el precio de la resistencia. Y aun así, arriesgaron de nuevo sus vidas para proteger al Corredera.
Pero, ¿dónde está el reconocimiento oficial a esa solidaridad? ¿Dónde está la placa, la calle, el homenaje institucional a Ana y Pino Artiles Viera que, tras perder a su hermano fusilado y sufrir ellas mismas la cárcel, siguieron ayudando a los perseguidos? ¿Dónde está el monumento en Telde, su pueblo natal, al último ejecutado por el franquismo en Canarias?
El jornalero que soñaba con la luz
Juan García Suárez nació en Telde en 1913. Un jornalero que empezó a trabajar con doce años, que mantenía a su mujer, su hija, su madre y sus hermanas en el mismo techo humilde. Era de esos hombres forjados a pulso por la tierra canaria: trabajador incansable, idealista, soñador de justicia.
Se afilió a la Sociedad de Trabajadores de Telde, militó en el Partido Comunista porque creía en la organización obrera, en la reforma agraria, en que los trabajadores como él merecían vivir con dignidad y no como bestias de carga del caciquismo rural. Por pensar así, por querer ver y hacer ver, el franquismo lo marcó para siempre.
Todo empezó en julio de 1936, en el intento fallido de emboscada en el túnel de La Laja para frenar el golpe militar. Desde entonces, Juan se convirtió en fugitivo. Veintidós años huyendo. Disfrazado de mujer escapó de Telde. Trabajó diez años en una fábrica de conservas bajo el nombre falso de "Juan el Nuestro". Sus compañeros obreros lo protegieron, guardaron su secreto.
En 1947 creyó que podía regresar a su pueblo. Error fatal. El falangista Vicente Santana Trujillo, el Carnicero de Telde, había asesinado a su hermano y a su hermana. Torturó a su madre para que revelara dónde estaba Juan. Acosó sin piedad a toda su familia. Cuando Juan se enteró, hizo lo que cualquier hombre desesperado habría hecho: ajustició al carnicero que aterrorizaba a su familia y a medio pueblo. Y por ese acto de justicia popular, el régimen guardó su venganza durante años. Porque de eso se trató: de venganza pura y dura.
La venganza legal del franquismo
Capturado finalmente en 1958, algo extraordinario sucedió: más de cinco mil canarios se manifestaron ante el juzgado para defender su vida. El obispo Pildáin intervino. El Papa Juan XXIII pidió clemencia a Franco. Intelectuales, abogados, gente del pueblo, incluso personalidades afines al régimen pidieron el indulto. Pero el franquismo necesitaba sangre. Necesitaba un escarmiento para los movimientos obreros que comenzaban a reorganizarse en Canarias. Y eligieron a Juan para ese teatro macabro.
El 26 de enero de 1959, un Consejo Sumarísimo militar sin juicio civil, sin garantías procesales, sin justicia real lo condenó a muerte por rebelión militar, un delito que ya ni siquiera constaba en el código vigente. Doce años después de ajusticiar al Carnicero, cuando cualquier prescripción habría operado en un Estado de Derecho, el franquismo ejecutó su venganza. No fue justicia. Fue asesinato legal. Fue la demostración de que el fascismo no perdona a quienes se atreven a defender a los suyos, a quienes tienen la osadía de devolver el golpe al opresor.
Capilla de la prisión, 3:00 de la madrugada.
El obispo Pildáin insiste en la confesión. Juan lleva horas hablando, explicando su vida, justificándose no por miedo sino porque necesita que alguien entienda.
—¿Y no te arrepientes, hijo?
Juan lo mira con aquellos ojos cansados pero firmes:
—Me arrepiento de no haber visto crecer más a mi hija. De no poder abrazar más a mi madre. Pero de luchar por un mundo donde la gente como yo pueda vivir con dignidad... de eso jamás me arrepentiré, Ilustrísima. Y de ajusticiar al carnicero que torturaba a mi familia, tampoco.
Tres horas después camina hacia el garrote con la cabeza alta y una sonrisa que ningún verdugo pudo borrar.
La cobardía de los que olvidan
Sesenta y seis años después, el legado del Corredera vive en la memoria popular, en el "Romance del Corredera" de Pedro Lezcano que musicalizó Mestisay, en "La mitad de un credo" de Emilio González Déniz, en "El Corredera, aquel fugitivo de leyenda" de Gustavo Socorro. La cultura canaria no lo ha olvidado. Pero la política institucional sí.
La izquierda que hoy gobierna muchos de nuestros ayuntamientos e instituciones ha sido cobarde. Telde, el pueblo que lo vio nacer, no tiene una calle con su nombre. Ingenio, donde Ana y Pino Artiles Viera lo escondieron arriesgando sus vidas, tampoco honra a esas mujeres y ese hombre valientes. Las Palmas, donde fue asesinado, guarda silencio.
¿Dónde está el reconocimiento institucional? ¿Dónde la placa en la calle Océano Índico número 22? ¿Dónde el monumento en Barranco Seco, lugar de su ejecución? ¿Dónde la Plaza del Corredera en Telde? ¿Dónde el Paseo Ana y Pino Artiles Viera en Ingenio?
La izquierda institucional canaria la misma que se llena la boca hablando de memoria histórica ha sido incapaz de dar este paso. Por miedo, por cálculo electoral, por cobardía política. Han preferido el olvido cómodo al reconocimiento valiente. Y mientras tanto, las gafas del Corredera siguen guardadas en un cajón familiar, testimonio de una solidaridad que el pueblo canario supo tejer pero que sus representantes políticos no se atreven a honrar públicamente.
La lección de las gafas
Juan García Suárez nos enseñó que en medio de la oscuridad más absoluta siempre hay quien presta su luz para que otros puedan ver. Que la solidaridad entre los de abajo es más fuerte que todos los garrotes del mundo. Nos enseñó que la dignidad no se negocia, que la justicia popular existe cuando el Estado se convierte en verdugo, que perdonar a tu ejecutor es el acto supremo de humanidad frente a la barbarie. Y nos enseñó, sobre todo, que hay causas por las que vale la pena morir sin arrepentirse.
El homenaje pendiente
Este 19 de octubre de 2025, sesenta y seis años después de su asesinato legal, exigimos lo que Juan García Suárez merece y lo que Canarias se debe a sí misma:
• Una calle o plaza del Corredera en Telde, su pueblo natal.
• Una placa conmemorativa en la calle Océano Índico 22 de Ingenio, hogar de Ana y Pino Artiles Viera.
• Un monumento en Barranco Seco, lugar de su ejecución.
• El reconocimiento institucional a todas las familias que lo protegieron durante veintidós años.
• La inclusión de su historia en los programas educativos canarios.
No pedimos venganza. Pedimos memoria. Pedimos que los niños canarios sepan quién fue el hombre que prestó sus gafas. Pedimos que nuestras calles honren a quienes dieron su vida por la libertad que hoy disfrutamos. Sesenta y seis años son demasiados. La deuda está pendiente. Y cada día que pasa sin honrar su memoria es una victoria póstuma del franquismo, es la confirmación de que la sociedad canaria sigue siendo miope y ciega, incapaz de ver lo que Juan intentó mostrarnos.
Que las gafas del Corredera nos hagan ver de una vez. Que tengamos el valor que él tuvo. Que seamos dignos de su legado. Porque Juan García Suárez sigue vivo. En cada trabajador que lucha por sus derechos, en cada vecino que ayuda al perseguido, en cada canario que se niega a olvidar. Vive en esas gafas que todavía existen, testimonio eterno de que incluso en la noche más oscura, siempre habrá quien preste su luz para que otros puedan ver.
Exigimos justicia memorial. Exigimos las calles que nos deben. Exigimos que Canarias abra los ojos.
JUAN GARCÍA SUAŔEZ "EL CORREDERA"
Telde, 1913 - Las Palmas de Gran Canaria, 19 de octubre de 1959. Último ejecutado por el franquismo en Canarias. Ajusticiado por defender a su familia. Símbolo eterno de resistencia y solidaridad.
"Un hombre con visión en una sociedad ciega. Un hombre que prestó sus gafas para que otros pudieran ver. Un hombre que Canarias aún no se atreve a honrar en sus calles".
(Los datos sobre las gafas del Corredera, así como la información sobre las hermanas, Ana y Pino Artiles Viera, fueron aportados por D. Manuel Hernández Valerón, persona muy vinculada a las hermanas Artiles Viera, quien hoy en día conserva y custodia como oro en paño sus pertenencias. Gracias a su testimonio y a su labor de preservación de la memoria histórica se ha podido elaborar este artículo. Sin personas como él, que guardan celosamente estos objetos y estas historias, la memoria del Corredera y de quienes lo protegieron se habría perdido para siempre.
Asimismo, agradezco profundamente a mi buen amigo Monolo Molina por su valiosa orientación en el enfoque y desarrollo de este texto. Su mirada crítica y su compromiso con la memoria histórica fueron decisivos para dar forma a este homenaje)
Juan Vega Romero
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