El mono bipolar

Lola Sosa

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Ya lo decía el viejo Aristóteles, somos seres sociales por naturaleza, una especie colaborativa que se ayuda para sobrevivir, pero hemos tenido tanto éxito que hace cientos de miles de años que hemos eliminado a nuestros depredadores. Ahora nuestros depredadores son otros seres humanos. Esta ambivalencia de la que hablaba Frans de Vaal es la que nos sitúa entre los dos extremos de nuestra humanidad: de Hitler a Schindler, de los jemeres rojos a los jainistas; en esta bipolaridad nos novemos. ¿Pero cuál es nuestra verdadera naturaleza? ¿Es el hombre un lobo para el hombre o es el medio social quien impulsa nuestra bondad? ¿Nacemos los seres humanos, como entendía Rousseau, con un sentido de la compasión y habría que educarnos para que la sociedad no desvíe esta naturaleza benevolente?   
 
El  experimento realizado por el Baby Lab de la Universidad de Yale en 2017 (Tasimi y Wyn) puede arrojar cierta luz sobre esto. En este experimento se estudiaban a una serie de bebés de entre 12 y 13 meses a los que se les recreaba la siguiente escena: una marioneta gato se esforzaba por abrir una caja, junto a él se encontraban otras dos marionetas, dos perritos, uno bueno y otro malo. El bueno ayudaba al gatito y la caja se abría, mientras que el malo saltaba repetidamente sobre la tapa de la caja para que no lo lograran. Posteriormente, el perro bueno y el malo ofrecían galletas a los bebés. Cuando el perro bueno ofrecía una galleta y el malo dos, los bebés no lo dudaban, el 80% eligía comer solo una galleta, la que ofrecía la marioneta solidaria. ¿Pero y si el ofrecimiento se incrementara sin límite? Cuando el perro malo ofrecía hasta ocho galletas, la moral se retorcía y los bebés acababan sucumbiendo a la oferta. 
 
Estos bebés parecían tener una noción innata de que los actos generosos debían ser premiados y elegían casi siempre a alguien generoso, frente a alguien egoísta. Tenemos la tendencia a asociarnos con quien hace el bien. Por tanto, la cultura inclina la balanza a través del primer agente socializador que es la familia. El estilo de una familia, la manera de hablar y percibir a los otros, de tratarse entre ellos, las indicaciones sobre si hay que amar u odiar y a quiénes  (mujeres, inmigrantes, profesores, lo no normativo…) empapan al niño que todavía no ha desarrollado un pensamiento abstracto y menos aún, crítico. Está indefenso frente al modelo educativo que le rodea. Esto podría ser determinante para el desarrollo de su identidad y de su personalidad, para sus relaciones sociales y para que la empatía haga su aparición porque parece ser que ya está ahí.
 
El odio también se aprende. Conocemos ejemplos terribles como la propaganda nazi, la radio del odio que llevó a la confrontación brutal entre hutus y tustsis o, por poner un ejemplo actual, las webs donde se ejerce la humillación sobre otros. Un ejemplo terrorífico es la plataforma llamada kick en la que por un módico precio se puede humillar, vejar, e incluso convertir a alguien en adicto para disfrutar en riguroso directo cómo, con un poco de suerte, estas personas se autodestruyen. Este tipo de plataformas conocidas como trash streaming, algo así como “transmisión degradante en directo”, llega a contar, como es el caso de Kick, con más de 50.000 seguidores. Gente con la que te encontrarás en el transporte público, que te llevará un paquete a casa o que podría atenderte en tu centro médico más cercano. 
 
Las emociones defensivas como el miedo, el asco y la ira son un producto evolutivo, y las tres juntas activan inmediatamente el odio. Siempre que ha habido alguna masacre en la historia de la humanidad se han activado las tres. Es cierto que la función del odio es adaptativa porque si nos sentimos poderosos y sin empatía ante quien nos ataca, podemos defendernos y sobrevivir. Pero cuando esto va más allá de los límites de la preservación biológica y existe el convencimiento de que se hace en legítima defensa, la violencia se valida. Caso extremo es, además, cuando la violencia se usa como mecanismo de placer.
 
Es cierto que todos odiamos alguna vez, que llevamos un gremlin mojado dentro, pero este solo puede salir si se le alimenta cuando no se debe. Sin embargo, cuando alguien desarrolla rasgos psicopáticos no tiene limites para ejercer la crueldad. En este sentido, cuando hay empatía el miedo no lleva a la crueldad, pero sí permite mirar para otro lado y anula este sentimiento. Esta es la principal herramienta que un acosador usa para controlar al resto. Por eso es tan difícil desactivar un proceso de acoso en el aula, un problema enorme al que nos enfrentamos actualmente los educadores en el más absoluto de los abandonos, porque el miedo se impone en los buenos y anula su bondad social. El miedo es un emperador y quiere súbditos.
 
Vivimos en sociedades cada vez más narcisistas y violentas en las que los modelos educativos familiares prácticamente se han disuelto en una pasta líquida informe y donde muchos niños y adolescentes son educados por redes sociales y animados a odiar en una repetición viral sociopática. El número de galletas ha aumentado de forma exponencial y se ha convertido en un reforzador de conductas terribles.
 
El psicólogo de Yale, Arber Tasimi, parece haber encontrado ciertas pistas acerca de una moral innata como especie, pero que corre el peligro de no desarrollarse porque las fuerzas inhibidoras son superiores a las potenciadoras . El experimento se pregunta cómo somos los seres humanos antes de ser nada, antes de que la socialización tome de la mano a la biología, antes de que el lenguaje construya la realidad antes de la cultura o cualquier influencia exterior.  En este sentido hay un detalle crucial que este experimento aporta: hay un porcentaje de bebés que por muchas galletas que se les ofrecían siempre elegían comer una.
 
Aunque parece que contamos con un sentido rudimentario de la justicia para distinguir el bien del mal, su pleno desenvolvimiento es el producto del desarrollo cultural y de nuestra responsabilidad colectiva. Son las ideas de los individuos las que la convierten en algo universal y desinteresado, algo a lo que como especie no podemos ni debemos renunciar. 
 
Mientras tanto, nuestra biología espera para ser moldeada pacientemente y ya vamos un poquito tarde.
 
Lola Sosa
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