Corría la novena mañana del mes de octubre de1982. Madrid había amanecido con el cielo despejado y un aire fresco que no impedía que la mayoría de la gente fuera en mangas de camisa, salvo algunas personas que ya se ponían ropa de entretiempo, como era mi caso.
Yo, que la noche anterior había estado celebrando el cumpleaños de la pareja de uno de mis hermanos, me sentía un tanto resacado y me desperté a eso de las diez de la mañana con ganas de desayunar, por lo cual salí a la calle con el deseo de que me llegara el olor a café, cosa que ocurrió cuando entré en La Gran Vía, donde proliferaban las cafeterías con terrazas.
Justamente me decidí a sentarme en una de ellas, cuando, frente a mí, en dirección contraria, como en un travelling de aproximación, vi venir a alguien que se me pareció a Harrison Ford. ¡No puede ser!, pensé, pero lo miré fijamente y pude constatar que era él, con vaqueros y una camiseta corriente, aunque sin sombrero y la cartera, casi como aparecía en “En busca del arca perdida”, película que había visto el mes anterior en el cine Guaires de Gáldar, la cual me gustó muchísimo. Me pareció una de las aventuras más entretenidas que había visto en mi vida.
Y de pronto, en inglés, me vi haciéndole la siguiente aseveración:
-Tú eres Indiana Jones, ¿no?
-No, soy Harrison Ford –contestó él, esbozando una ligera sonrisa.
Yo aproveché su gesto para invitarle a tomar un café, o un té, o lo que él quisiera, en la cafetería que estaba al lado, esperando que rehusara con cualquier motivo, pero me sorprendió aceptando y, sobre la marcha, procedimos a sentarnos en la terraza. Le dije entonces que había visto hacía poco la película arriba mencionada, que por eso había confundido su nombre con el personaje que había interpretado, y le hablé de la divertida secuencia en la que un árabe con turbante y chilaba oscura, con un cinturón rojo, saca la espada y se pone a hacer filigranas con ella, mientras el protagonista que él personifica oculta el látigo y abate a su rival con un tiro de pistola.
Nos reímos los dos al recordarlo y entonces él me aseguró que era la escena que más le había divertido de la película, la que más le había gustado, y, en contrapartida, la que menos se trataba de aquella en la que se veía rodeado de serpientes, todas reales, no imágenes generadas por computadora, como él habría querido, pero Steven, dijo, refiriéndose a Spielberg, había optado por una estrategia arriesgada.
Me pareció muy simpático y cercano aquel hombre, a pesar de lo famoso que era, y luego, siguiendo con el tema cine, me contó que menos mal que tenía un doble para las escenas de acción, como cuando su personaje se infiltra en un camión nazi para coger el arca y es arrastrado debajo del vehículo durante unos minutos interminables.
Después me dijo que en su próxima película quería hacer un papel de detective, como Philip Marlowe en “El sueño eterno”, la novela de Raymond Chandler llevada al cine por Howard Hawks, y me confesó que adoraba a Humphrey Bogart, del cual había visto todos sus filmes, especialmente aquellos que compartía cartel con Lauren Bacall.
Continuó hablando de autores americanos que habían sido filmados para la pantalla grande como Scott Fitzgerald, con el “Gran Gatsby”, o Truman Capote con “A sangre fría” o “Desayuno con diamantes”, llevada al cine por Blake Edwards e interpretada por la maravillosa Audrey Hepburn.
Luego añadió, con alborozo en su cara, en la voz y en sus ademanes, que le habría encantado vivir en París durante los locos años veinte, una época de efervescencia cultural, artística y social, tras la Primera Guerra Mundial, caracterizada por un ambiente de libertad y creatividad, que a él se le antojó muy cinematográfico, y a mí me pareció ver, fotograma a fotograma, las imágenes que él recreaba con sus palabras: André Gide, Scott Fitzgerald, James Joice y Hemingway, entre otros, escribiendo sus novelas en el barrio chino o en Montparnasse; Picasso, Dalí, Matisse y Marc Chagall, por ejemplo, pintando en Montmartre; Gerda Taro, sacando fotos; Josephine Baker agitando sus caderas con un cinturón de plátanos en el Folies Bergère…, todos llevando una vida nocturna en un interludio eufórico de diez años, desde 1919 hasta 1929, que encendió la capital gala con los primeros acordes de jazz y los bailes al ritmo del charlestón.
Siempre sonriente y locuaz, me indicó a continuación que le encantaba su profesión, que ya se había acostumbrado a la ficción, a actuar ante una cámara, aunque también le había gustado hacer mesas, sillas y armarios. Y aunque como actor cobraba muchísimo más dinero y se había hecho famoso, de vez en cuando echaba de menos su profesión de carpintero y, sobre todo, su anonimato.
Y después me desperté.
Quico Espino
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