![[Img #3356]](https://infonortedigital.com/upload/images/12_2022/3440_nicolasguerraaguiar06112021.jpg)
Hay mañanas, estimado lector, muy distintas a otras a pesar de coincidencias climáticas, relajados dormires y serenos despertares. Tantas son las diferencias que, incluso, hasta parecidas albas, amanecidas o madrugadas son drásticamente dispares. Más: radicalmente opuestas.
Un día, por ejemplo, este cuerpo en que vivo y en el cual me apoyo sigue ágil. Nada más despertar es rápido en el salto camero hacia afuera, el aparente vacío. Y mira por la ventana para contemplar, como siempre, la cerrada nocturnidad del exterior: exquisitamente despierta y activa, invita a reflexiones en el silencio. Y el mismo esqueleto o armazón que me cubre abre las páginas de periódicos para contrastar noticias escuchadas a través de la radio desde media hora antes, pues en el conocimiento (e interpretación) de las palabras orales y escritas se encuentran sendas o veredas para aproximarnos al riguroso saber de las cosas (o, al menos, intentarlo).
Y aunque las tímidas e iniciales luces naturales aún tardarán un par de horas en apuntarse y darse a conocer, uno siente en su cuerpo la satisfacción de la vida, la alegría por mantener serenos y relajados los pálpitos vitales que la sostienen... aunque algún día la mandarán al carajo, “a Las Chacaritas”, a la muerte, expresión (“Irse a...”) registrada en el Diccionario básico de canarismos y traída de Argentina por emigrantes canarios. La escuché en Gáldar durante años infantiles y juveniles.
Pero hay días también muy tempraneros en los cuales impactan desánimos, desalientos, emputamientos (¿cuándo despertará con coraje y tesón la civilizada Europa frente a la barbarie en Gaza?), decepciones (la desnaturalización ética y profesionalización de la Política, definida esta por Bobbio como “libertad, pluralismo, no violencia, paz, fraternidad, igualdad”)...
Entonces vienen a mi recuerdo palabras poéticamente combinadas, versos memorizados desde el aula. Ambos conjuntos impactaban en mis alumnos cuando comentábamos a Tomás Morales (“para lograr el triunfo luché desesperado, / y cuando ya mi brazo desfallecía, cansado, / una mano, en la noche, me arrebató el timón”),
Domingo Rivero (“Sólo sé que en tus hombros [de su cuerpo] hice mía / mi cruz, mi parte en el dolor humano”) o Alonso Quesada (“sobre una roca, frente al mar, aguardo / el mañana, ¡y el otro...!”).
“¡Que no cunda el desánimo!”, me digo, me aconsejo. Y como ya nos conocemos y andamos de la mano mi cuerpo y yo desde hace setenta y tantos años, miro a su silencio y capto inicial reproche, ligera regañina, entrañable mirada de confabulación. Y yo, a veces como los muros de la patria quevedesca (“si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados”), saco fuerzas para continuar por los caminos machadianos.
Sí, machadianos: mi compromiso o acuerdo conmigo mismo desde mis iniciales soledades en Gáldar fue el de mantener enhiestas la voz y las palabras mientras queden fuerzas, ánimos y posibilidades... aunque puedo herrar*, y me ocurre, tal es la condición humana. Y temo que esta y sus perspectivas sigan mermando de vez en vez si el pueblo nuestro (generalizo) –dócil, sumiso y amante de disparatadas ignorancias- no abre de una puñetera vez las obligaciones y los ojos para defenderse de quienes y contra quienes renuevan cadenas de odios, miserias humanas, deshumanizaciones…
Pero también hay otros hechos que jeringan desde las primeras horas. Ocurrió un mes de agosto de hace ochenta años, exactamente los días 6 y 8. Las ciudades japonesas de Hirosima y Nagasaki fueron literalmente arrasadas por las bombas atómicas lanzadas desde aviones norteamericanos: trescientos mil muertos inmediatos, decenas de miles al paso de los años a causa de cánceres, quemaduras... Como siempre, la población civil paga con ruinas, sangre y muertes las barbaries, salvajadas y atrocidades de quienes -solo durante el siglo XX- en sus afanes expansionistas (la Alemania del Káiser y mariscales, la nazi, la Italia fascista, el Japón imperial...) dictaron y firmaron desde muy protegidos despachos las órdenes de masiva destrucción como también sucedió con Vietnam y pasa actualmente en Gaza, Líbano, Ucrania, Siria, Yemen, Sudán, República Democrática del Congo, países del Sahel como Burkina Faso... La congelada mente de Putin, la atrofia racional de Trump, el rearme de la OTAN, el refortalecimiento de China, doce mil armas nucleares… ¿A dónde nos llevará esta locura del ser humano?, le pregunto a Dios. Pero Dios, por enésima vez, no contesta. (¿O no me contesta?)
Fue también en agosto. La semana anterior me impactó la esquela (Canarias7) de Pascual Caballero Ortega, 75 años, profesor jubilado de la Universidad de LPGC, área de conocimiento de Biología Vegetal. Nuestra relación, inicialmente profesional, arranca en las pruebas de Selectividad de cuyos tribunales formé parte varias veces, unos presididos por el profesor Gonzalo Pérez Armas, otros por el docente Enrique Rubio Royo y los terceros por el maestro Sergio Pérez Parrilla.
Obviamente no puedo precisar años o convocatorias, pero sí coincidí con él en algunos. Nuestra conexión fue inmediata quizás por la proximidad cronológica, tal vez por la afinidad personal o acaso por temas relacionados con nuestra tierra. Pero sí recuerdo que en algún momento andaba por medio la presentación de su tesis doctoral y el consiguiente sobresaliente cum laude por la calidad universitaria de la misma según el tribunal calificador. En algunos descansos entre examen y examen me explicaba el esquema de su investigación doctoral, y me interesó: era Ciencia.
Pasaron los años, la Selectividad se convirtió en PAU. Y aunque nos saludamos nuevamente en el campus tafireño, no volvimos a coincidir en el mismo tribunal. Años después (para gente menuda, “varios años”; para nosotros, “decenios”) comencé la investigación sobre el catedrático (1927-1938) de Historia Natural y Fisiología e Higiene del Instituto de Segunda Enseñanza Pérez Galdós, don Gonzalo Pérez Casanova: corrían ya los años 2019, 2020 y 2021 del nuevo siglo. A pesar de mascarillas, restricciones, limitaciones de espacios y otros condicionantes pude terminar La represión franquista contra Gonzalo Pérez Casanova, a quien la fascista comisión depuradora de Las Palmas había logrado expulsar del aula y de la cátedra.
Y presenté el libro… sin los dos apartados sobre Ciencia que le había propuesto al profesor Caballero Ortega, ya inicialmente afectado por una gravosa enfermedad. Le ilusionó entrar en la vida profesional y científica del represaliado político e investigador en la Universidad de Ginebra. Pero el curso negativo de afecciones e indisposiciones forzó la retirada a pesar de sus muy buenas disposiciones y mi absoluta seguridad de cuánta sabiduría aportaría a mi libro. Aquella tarde de su renuncia fue mi última conversación telefónica con él. Murió la semana con que terminó el mes de agosto. Mi libro sigue en estanterías. Pero echa de menos la que iba a ser rigurosa aportación científica de Pascual Caballero Ortega.
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