Procurando no destripar parte de la trama de esta novela, lo que ahora se dice con el anglicismo “spoiler” (se oye mucho la expresión “no me vayas a hacer un espóiler”), me gustaría hablar un poco de uno de los capítulos finales de esta historia, el 114, titulado “La comitiva de presos”, en el que el personaje estrella es Ángeles, una de las hijas de Odisto, el protagonista principal.
Jándula, donde vive la familia Ardolento, es otro personaje de la novela: es el nombre que el autor, David Uclés, le dio a Quesada, un pueblo de la provincia de Jaén. Es como el Macondo de “Cien años de soledad”, de García Márquez, el Macondo andaluz; el Macondo íbero, como le han llamado algunos comentaristas que, así mismo, señalaban, estableciendo una sugestiva sinestesia, que en Jándula cada llanto tenía un color diferente obedeciendo a la emoción: rojo para el amor, azul para la tristeza, negro para el dolor y amarillo para la alegría. Pero el personaje afligido vertía lágrimas moradas, compuestas de rojo y azul, y nadie notó que lloraba por desamor.
El autor de “La península de las casas vacías”, un joven escritor nacido en 1990, se pegó la friolera de quince años para escribir la novela, cosa que no me extraña. Nace esta ficción de las historias de uno de los abuelos del autor, que parecía conocer las circunstancias de la Guerra Civil Española. Empezó a escribirla con diecinueve años y al acabarla recibió el rechazo de varias editoriales para publicarla.
Ya en la primera página, el escritor dibuja un árbol genealógico en el que indica a los lectores su deseo de contar las aventuras de una familia, en las que participan otros personajes de la talla de grandes escritores, fotógrafos, pintores…
Hace guiños el autor a los lectores cuando, en el capítulo 114, ya citado, comenta: “Los guardias civiles consiguieron engañarme hasta a mí”, después de contar cómo los franquistas detuvieron a los republicanos de Jándula, entre ellos un anarquista que causó mucho daño a la familia Ardolento y tenía atemorizada a la gente del pueblo. Es el momento en que Ángeles, la hija de Odisto, se erige como personaje principal de la historia, una especie de heroína, diría yo, y, junto con su amiga Sara, van a ver, desfilando frente a los vecinos, a la inmensa comitiva de republicanos apresados por la guardia civil, a los cuales, según los captores, llevaban a la prisión franquista del centro de Jaén.
Al anarquista lo comparé, instintivamente, con Attila Mellanchini, un personaje fascista de la película Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci, interpretado por Donald Sutherland, cuyo final es una tragedia mítica. Igual de trágico, aunque sin linchamiento, fue el desenlace del anarquista, en el momento en que Ángeles bajó las colinas cercanas a la serranía y puso un pie en las parcelas de su finca. Escuchó entonces una lluvia horizontal de acero: la que estaban recibiendo los presos republicanos. Es entonces cuando el narrador dice que la guardia civil lo engañó incluso a él.
(Me he permitido destripar este pasaje de la novela porque fue así la actitud de las fuerzas franquistas contra los republicanos, como ocurre en la película “El maestro que prometió el mar” o “La lengua de las mariposas”).
Ángeles se dijo entonces que era afortunada por haber sobrevivido a la guerra y estaba obligada aprovechar esa suerte. Soportaba el peso de una futura familia y debía mirar hacia el lugar donde soplaban los vientos, no hacia las ruinas que estos habían provocado. Muchas fueron las calamidades sufridas, que pasaron una a una delante de sus ojos, aunque en su mirada ya no cabía sino la esperanza de un mundo nuevo que se abría para ella.
David Uclés alinea muy bien el estilo con el trasfondo histórico, en complicidad íntima con los personajes y los lectores, a los cuales se lo hace pasar realmente mal, quizás innecesariamente, pues la trama es muy dura, incidiendo por momentos en la crueldad.
Una noche, mientras leía en la cama “La península de las casas vacías” soñé que seguía leyéndola. El escritor se hallaba a mi lado, y, después de narrar uno de tantos truculentos pasajes, que me ponían los nervios de punta, llevándose por la costumbre canaria, me preguntó: “¿Sufres, mi niño?” Y yo, que le llevo más del doble de los años que él tiene, le respondí: “Sí, coño. Aunque me gusta mucho tu novela, la verdad es que con las cosas que cuentas me duele hasta el alma.”
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