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Los prodigiosos avances recientes de la “Inteligencia Artificial”, los múltiples modelos y capacidades extraordinarias de esta nueva tecnología, están transformando velozmente nuestras sociedades. Apoyada en los potentes recursos actuales para el procesamiento de datos y la comunicación “online”, la IA está poniendo como nunca, para bien y para mal, todo “patas arriba” en las investigaciones y los estudios avanzados, en el mundo del emprendimiento y los servicios y, como no, en el resto de los sectores. Todo ello en un contexto de creciente sistematización de los protocolos productivos, de control autónomo de procesos muy complejos y de robotización.
Y, también, de emergencia de importantes riesgos para la intimidad, seguridad y libertad de las sociedades, porque son las mega empresas tecnológicas, motivadas por la competencia, la eficiencia y la rentabilidad, las que lideran el desarrollo y la implementación de la IA. Lo cual, trae como positivo la innovación y el desarrollo tecnológico rápidos, crecimiento económico y empleo de alta cualificación y eficiencia y gran usabilidad. Pero, también, por su afán de forzar la sustitución de los procesos laborales vigentes, amenazas a múltiples empleos, un aumento creciente de la desigualdad, incumplimientos de los derechos humanos y desprotección de la infancia y la pérdida generalizada de la privacidad. Por no hablar de la proliferación de sus usos fraudulentos y peligrosos.
La alternativa para evitar estas graves disrupciones sería que las entidades públicas lideren y regulen el desarrollo de la IA para asegurar que sus beneficios se distribuyan equitativamente y se mitiguen sus riesgos. Lo que priorizaría la creación de una IA justa, transparente y no discriminatoria, políticas activas para contrarrestar los efectos laborales negativos y el desarrollo de la IA en áreas de alto impacto social y ecológico. Todo ello, siempre que se llegara a remediar la crónica lentitud burocrática y la menor innovación del sector público, sus carencias en talento técnico y en recursos computacionales y financieros y se evitara que la IA controlada por el Estado fuera utilizada para la vigilancia masiva y el control social.
Teóricamente, el camino más sensato sería un modelo híbrido donde se aprovechen las fortalezas de ambos sectores, aunque, dada la actual connivencia de las élites políticas con las tecnológicas – escenificada, vergonzosamente, con la presencia de los dirigentes de las megaempresas tecnológicas en la toma de posesión del actual presidente de EE. UU.- es más que difícil de llevar a la realidad.
Mientras tanto, el impacto de la inteligencia artificial en el “mercado laboral” empieza ya es creciente y muy problemático. Infinidad de servicios están siendo realizados con una rapidez, solvencia y abaratamiento de costes sin comparación: administración, análisis y gestión de datos, redes de distribución, programación, diseño gráfico, traducción idiomática, atención al cliente…
Y son múltiples los niveles profesionales que se están viendo arrinconados en consultoría y asesoría académica, técnica, legal, financiera, médica, de construcción, inmobiliaria, de seguros…
Entre otros graves impactos, con la implementación masiva de la IA se podría llegar a romper el ciclo de inicialmente ganar experiencia en el trabajo, con desastrosas consecuencias para las generaciones de población activa más jóvenes y, realizándose una implementación desregulada de los robots, hasta un 30% de las horas trabajadas podría llegar a automatizarse de aquí a 2030.
Pero que no cunda el pánico, pues, entre otros, los megarricos Elon Musk, el dueño de TESLA, y Jensen Huang, el CEO de NVIDIA, ya están dialogando en las redes sobre si para compensar el masivo hundimiento de empleos que se avecina qué será mejor, que la clase política extienda, universalmente, un modelo en el que los humanos recibiríamos un ingreso universal elevado o que se reduzca, drásticamente, la duración y el tiempo de los trabajos para poder dedicarse más al ocio y al desarrollo personal. Eso sí, sin la menor intención de responsabilizarse del asunto.
En fin ¡que no nos pase nada!
Xavier Aparici Gisbert, filósofo y experto en gobernanza y participación.
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