
Por fin el sol comenzaba su descenso hacia las montañas, tiñendo el cielo de una mezcla de colores intenso y brillantes: dorado, naranja, rojo... La brisa de las palmeras le acariciaba el rostro mientras ella paseaba despacio, por la orilla de la playa, dejando que el final de las olas del mar le rozara ligeramente los dedos de los pies. Lento, como si el tiempo se estuviera deteniendo y la vida le estuviera concediendo unos minutos más para parar y coger aire.
Llevaba puesta una blusa blanca con flores de colores bordadas que parecían sacadas de un jardín de cuento. Su mirada, tranquila y serena, hablaban en silencio, contando historias de amor y tristeza sin necesidad de palabras. Andaba sin rumbo, sin un objetivo definitivo y, sin embargo, todos los que la miraban desde la arena tenían la sensación de que buscaba algo. Puede que a sí misma.
Una anciana que vendía las últimas flores que le quedaban en un puesto improvisado en mitad de la avenida la miraba con detenimiento, murmurando para sí: “ella está escuchando lo que el mar tiene que decirle.”
Ella, ajena a todo, seguía caminando, sonriente absorta en cada una de las emociones que el mar, la brisa del viento y el cálido atardecer le regalaban. No sabía que a su alrededor el mundo se detenía y todos las miraban. Los niños dejaban de volar sus cometas, las conversaciones se volvían susurros, las gaviotas ya no volaban y hasta el viento dejaba de jugar con su pelo.
Ella ya no pertenecía a aquel lugar. Ahora formaba parte del mar, de la arena, del aire, del sol, de las montañas... Nunca nadie volvió a verla, pero todos los que allí estuvieron guardarían para siempre su imagen en su memoria.
Todavía hay quienes dicen que si miras durante unos segundos hacia un punto fijo, en el horizonte, puedes ver su silueta reflejada y, cuando cae la noche unas luces brillantes surgen de lo profundo del mar y revolotean hasta la orilla hasta fundirse con la arena. Y entonces, las palmeras, comienzan ese precioso baile, mecidas por el viento, haciendo que todo aquel que pasee por la orilla entienda el regalo que nos da la vida cada día.
Olga Valiente
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