Estaba yo entrando en la adolescencia, todavía con pantalón corto y las “patas pelúas”, pues mi madre me seguía viendo como un chiquillo, cuando, a eso de las diez de la mañana, vi bajar al famoso Paquesito, cuyo nombre completo era Francisco Afonso Vega, por la calle del pueblo, un domingo de verano.
Venía de El Puente, donde vivía, y traía un emperifolle de padre y señor mío: traje de drill, zapatos y calcetines negros, camisa blanca, corbata, cachimba, cachorra y un bigotazo muy bien escarmenado, aparte de un bastón que no necesitaba pero que le daba cierta prestancia. Lo solía levantar cuando pasaba una mujer, sobre todo si era joven y entrada en carnes, a la que piropeaba sin contención y con galantería. Su aspecto, derecho como un palo, sin dolores, era parecido al de la foto que encabeza este escrito. Debía contar cerca de ochenta años.
Se decía que tenía dos amantes en el pueblo, las cuales, por lo visto, se lo rifaban, y que una de ellas, la más joven, ya cuarentona, había tenido un hijo de él meses atrás, clavadito al padre, su mismo retrato, “déntico”, hasta con el lunar que lucía al lado de la parte izquierda del bigote.
Mi padre, que, como yo, había visto a Paquesito cuando salíamos del callejón de mi casa, me dijo entonces que aquel hombre se había hecho célebre en el pueblo por haber representado una obra teatral (“El médico a palos”, de Molière) sin saber leer ni escribir. Se aprendió de memoria el papel y parece ser que lo bordó, especialmente cuando los criados del señor, cuya hija estaba enferma, hicieron del campesino un médico mediante una paliza que le dieron a base de palos, consigna que había sido sugerida por la esposa del labriego, resentida ésta por las tundas que le daba el marido, convertido ahora en galeno. Un médico que situaba el corazón al lado derecho del pecho.
Yo me paré a la salida del callejón, donde había una cruz que me hacía persignar tropecientas veces al día, y mi padre salió a la carretera y saludó efusivamente a Paquesito, con el cual mantuvo una conversación que escuché de pe a pa:
-¿A dónde va tan temprano, don Francisco?
-Pos ahora voy a coger el coche de hora que me lleva a la playa de Ojos de Garza, pa ver las carnes de las mujeres de Terde. Después pienso coger el coche de hora pal Burrero, pa ver las carnes de las mujeres de Ingenio, y de seguido me subo en el coche de hora rumbo a Arinaga, pa ver las carnes de las mujeres de Agüimes. Y en la mañana pienso ver todas las carnes de las mujeres del sudeste de la isla.
-¡Vaya un don Juan que está usté hecho, Paquesito!
-¡Ay, querío! Los ojos siempre son niños. Y los míos no se cansan de mirar y piropear a las mujeres, sobre todo si son mozas y rellenitas.
¡Ese lo que es, es un viejo verde!, aunque pueda parecer simpático, diría ahora, con razón, cualquier mujer con respecto a las palabras de Paquesito, el cual vivió una época en la que el feminismo no estaba ni pensado y las mujeres eran prácticamente un cero a la izquierda, pues dependían de sus padres o sus maridos para cualquier cosa que quisieran hacer, como sacar dinero de una cuenta, buscar un trabajo o sacarse el carnet de conducir.
Aunque muchas mujeres han conseguido libertades que en otras épocas habrían constituido una especie de sueño para ellas, todavía impera el machismo en este mundo nuestro y hay lugares en los que las damas están encerradas a cal y canto, sin ventanas a las que se puedan asomar y bajo el mando de los hombres, los cuales pueden disponer de ellas según les parezca.
Es verdaderamente un atropello. Ya es hora de que las personas, seamos hombres o mujeres, negros, blancos o amarillos resolvamos por nuestra cuenta qué hacer con nuestras vidas, sin que nadie, ¡nadie!, decida por nosotros.
Otro gallo nos cantaría entonces.
Quico Espin o
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