-¿Sigues enfurruñado, Misifú? –preguntó Leoncina, con voz apagada, a punto de coger el sueño.
-Claro que sí. Nunca me haces el gusto.
-Pero, mi amor, ya te he dicho que, aunque tú ya sientas el olor, aún no estoy en celo, y que, sin deseo, sufro mucho cuando copulamos. Ya hemos tenido esta conversación otras veces. Espera un poco, mi amor.
-¡Mi amor, mi amor! Tanto amor, y cuando yo quiero hacerlo contigo tú me rechazas –replicó él, entre triste y ofendido, mirando al mar.
-¡Por favor, Misifú!
-Te prometo, leoncita mía, que no te haré daño, que lo haré con sumo cuidado.
-¡Ay, minino! No insistas más. Hazlo por mí, por favor. ¿O es que no te importa que yo lo pase mal para saciar tus deseos?
-¡Claro que me importa! Tienes razón, linda gatita. Perdona mi egoísmo. ¡Miau! ¡Qué preciosa eres! –replicó él, cariñoso, y luego, poniéndose coqueto, con cierto retintín, añadió que, a lo mejor, se iba a dar una vuelta al muelle, por las barcas de los pescadores y, tal vez, allí se encontraría con una hermosa felina en celo que se ofreciera a saciar su apetito.
-¡Ay, como se te ocurra! –refunfuñó ella, entre dientes, sin mover ni un pelo.
-¿Qué me harías? –preguntó él, siguiendo el juego.
-Te rasguño todo.
-¿Me lamerías después las heridas, gatita mía?
-Por supuesto. Una cosa no quita la otra.
-Te quiero mucho, Leoncina.
-Y yo a ti, Misifú. ¡Miau!
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.97