Taxonomía personal
Nací con la espalda vieja, inflexible, granítica; una espalda que se resquebraja y duele cada vez con más frecuencia e intensidad. Leila Guerriero lo dice con esa claridad tan suya, tan reveladora: “El dolor, a veces, es simplemente dolor. No purifica, no nos hace mejores. Solo daña”. Es una verdad incómoda en una época que insiste en convertir cada herida en enseñanza. Pero hay algo liberador en aceptar que el dolor puede ser solo eso: dolor. Sin moraleja, sin propósito.
Cuando el cuerpo se rebela y cada postura en la cama es un problema sin solución, uno se vuelve antropólogo de la normalidad ajena. Observa cómo los demás se mueven con la inconsciencia hermosa de quien no negocia con su columna cada mañana.
Hay una geografía secreta del sufrimiento que solo conocen quienes la habitan. Es un territorio poblado por miedos y fantasmas, donde las noches se estiran como goma elástica y el dolor llega sin aviso, como un inquilino que nunca pagó el alquiler pero se niega a marcharse. En este lugar, uno aprende a dividir el mundo de maneras extrañas: entre quienes se mueven sin pensar y quienes calculan cada gesto; entre quienes duermen y quienes velan.
También tengo el sueño roto desde niño. Sano, duermo mal. Con dolor, no duermo. He compartido habitación con amigos que a los treinta segundos ya roncan; les escucho y me pregunto si ellos no piensan en sus errores del pasado, si no les inquieta el futuro, si no repasan lo que hicieron mal en el día. Me intriga esa facilidad para entregarse al descanso, como si no les pesara ni el frío, ni el calor, ni la culpa.
Pero en el desvelo no todo es oscuridad. A veces brotan ideas luminosas, recuerdos apacibles, como las noches en San Felipe cuando, en silencio, escuchaba el mar desde la cama: las olas sucesivas, el arrastre de las rocas en la orilla. De tanto velar, uno aprende a habitar la vigilia: a pensar en los proyectos, en lo que se quiere y en lo que no; a encontrar, en medio del tormento, la rara paz del conticinio, ese silencio hondo y perfecto que solo ofrece la noche.
Y poco a poco descubres que, si las cosas van mal, con entristecerte solo empeoran. Aprendes a estar dentro de tu cuerpo tal como es, con sus grietas y vigilias, y a reconocer que esa manera de mirar el mundo es también una clasificación íntima: entre quienes conocen la fragilidad y quienes aún no.
Esta taxonomía empezó en el instituto, cuando murió mi madre. Entonces dividí el mundo entre quienes conservaban la suya y quienes no. Miraba a mis compañeros en clase, en los pasillos, y los clasificaba con esa simplicidad brutal, injusta. Era mi sistema, mi manera de nombrar la diferencia. Como mi dolor. Como mi vigilia. Como mi forma de estar en el mundo.
Javier Estévez
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