El deporte como familia
Durante mucho tiempo he vivido, estudiado y defendido el valor del movimiento asociativo, convencido de que lo colectivo es una fuente de bienestar mental y emocional. He visto cómo puede transformar a una persona el hecho de sentirse parte de un proyecto compartido, con objetivos comunes, a pesar de las inevitables dificultades que la vida en grupo trae consigo. También he visto lo contrario: personas aisladas, ancladas en la crítica, mirando siempre el mundo desde la barrera.
Ahora que descubro desde dentro el mundo del deporte base, me doy cuenta de que todo esto es perfectamente extrapolable a este otro ámbito. Pero aquí aparece algo más: el deporte nos enfrenta a uno de los retos más universales de la vida humana, convivir con el éxito y el fracaso. Y lo hace de una manera especialmente directa, en equipo, delante de compañeros, familias y rivales. Aprender a perder con dignidad y a ganar con humildad es una lección que no se enseña en los libros, sino en el campo, en la cancha o en la pista.
Lo que más me sorprende es la confluencia intergeneracional que envuelve a estos clubes: niños y niñas que empiezan a dar sus primeros pasos en el deporte, jóvenes que sueñan con llegar lejos, madres y padres volcados cada fin de semana, abuelos que vuelven a ilusionarse en una grada, entrenadores que hacen de guías, psicólogos y hasta confidentes. Todos conviven en un mismo espacio. Esa mezcla de generaciones, de energías y de expectativas es lo que convierte al deporte en algo mucho más grande que un simple partido.
Una vez más compruebo que no se trata de una realidad exenta de problemas. Es un camino sacrificado, que requiere esfuerzo y renuncias. Muchas veces son pocas personas las que cargan con la mayor parte de la responsabilidad: preparar entrenamientos, organizar desplazamientos, gestionar papeleo, buscar financiación. Y, sin embargo, la ilusión de esos pocos sigue siendo el motor que mantiene viva la maquinaria de muchos clubes modestos. Esa ilusión es contagiosa y termina construyendo auténticos espacios de dinamización social en los barrios, verdaderas escuelas de valores que generan un impacto real en la vida de las personas.
El deporte base es en sí mismo una herramienta preventiva frente a muchos de los males que acechan hoy a la infancia y la adolescencia: adicciones, sedentarismo, obesidad, aislamiento social. Pero, además, es una escuela de convivencia, de esfuerzo, de resiliencia. Porque quien aprende a levantarse después de una derrota en el campo, está entrenando también para levantarse ante las caídas de la vida.
Por eso creo que merece toda nuestra atención. No se trata de inventar nada nuevo, sino de mirar con atención a lo que ya tenemos cerca, reconocerlo, apoyarlo y dotarlo de recursos. Porque el deporte, más allá de entrenar cuerpos, construye comunidad. Y esa comunidad, cuando se vive desde dentro, se siente como una familia.
Abraham Ramos Viera
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