Mirar

Javier Estévez

[Img #6052]Sucedió en 2019, en el Museo de Bellas Artes de Asturias. Bruno tenía seis años y se paró frente a un Picasso, "Mosquetero con espada y amorcillo". Quisimos saber qué le parecía el cuadro. Lo miró atentamente unos segundos y concluyó en voz alta que aquel señor no sabía dibujar.

 

Todos los que estábamos allí reímos, pero fue una risa comprensiva porque entendimos su mirada y su juicio. Era la honestidad pura de quien juzga desde lo que conoce, desde las reglas que ha aprendido sobre cómo debe verse el mundo. Y tenía razón dentro de su marco de referencia: ese “pintorzuelo” no dibujaba como alguien que intenta reproducir la realidad fielmente.

 

Luego hicimos lo mismo ante un Sorolla. "Corriendo por la playa" le gustó sobremanera. Lo entendía. Allí había alguien que sí sabía dibujar. La luz mediterránea, los niños reconocibles, el movimiento que se comprende inmediatamente. Ahí mi hijo se sintió seguro, reconocido. El contraste era perfecto y revelador: aún no había aprendido que distorsionar, descomponer, reinterpretar la realidad puede ser una forma más compleja y deliberada de saber dibujar.

 

Ese momento frente al Picasso fue el inicio de un aprendizaje: hay múltiples maneras de ver, de representar, de entender.

 

Ya con once años visitamos el Museo del Prado. Recuerdo el eco de nuestros pasos en la sala de las Pinturas Negras, la luz tenue, el silencio de Bruno ante "Duelo a garrotazos". No dijo nada durante largos segundos. Luego preguntó por qué aquel pintor pintaba así, por qué brujas, demonios, aquellos dos señores hundiéndose en el barro mientras se matan.

 

Había pasado algo fundamental: ya no juzgaba si el pintor sabía dibujar. Ahora quería entender por qué pintaba así. Era el paso de la crítica ingenua a la curiosidad genuina.

 

Qué apropiado que fuera precisamente con Goya, con las Pinturas Negras, donde sucedió ese momento. Porque Goya no pinta mal ni bien en esos cuadros: pinta desde un lugar oscuro, visceral, casi febril. Pinta la violencia, la locura, el miedo. El silencio de Bruno ante esas obras decía mucho. Ya no había veredictos rápidos. Había perplejidad, incomodidad quizá, pero sobre todo preguntas.

 

Le dije lo poco que sabía; que Goya retrata la sociedad del momento en que vivió: sus creencias, su ignorancia, su brutalidad. Pero que lo pinta según lo ve, desde su oscuridad interna reflejando la oscuridad de lo que observa. No sé si fue una explicación coherente para un niño de once años, pero fue honesta. No lo infantilicé. Le hablé con sinceridad sobre algo complejo: que el arte puede ser simultáneamente documental y personal, espejo de una época y espejo del alma del artista.

 

Mi hijo reconoce que no le gusta ir a los museos. Y lo comprendo. Tiene doce años. Es natural que puedan resultarle agotadores, abrumadores, aburridos incluso.

 

Pero le digo que en un futuro entenderá que gracias a lo que ve allí, su mirada tendrá una agudeza diferente. Le digo que uno de los placeres que más he disfrutado en la vida ha sido verle jugar en la orilla de la playa, abrigado por una luz que no es solo iluminación sino materia sensual que acaricia y celebra la vida. También le comento que cuando voy a tomar un café me gusta observar a la gente solitaria. Creo que estos ejemplos no hubiesen sido posibles si no conociera a Sorolla y a Hopper.

 

Porque el arte no se queda en los museos. Sorolla no está solo en las paredes de las salas, sino en cada playa donde la luz se vuelve tangible. Hopper no está solo en sus lienzos, sino en cada cafetería donde observas a un desconocido y percibes esa soledad urbana, esa quietud cargada de narrativa silenciosa.

 

Los museos son el entrenamiento. La mejor escuela donde aprender el vocabulario visual que luego usaremos para leer el mundo.

 

Estos días estudian el paisaje en la asignatura de Geografía. Qué es, cómo se clasifica, sus elementos. Pienso que mirar el paisaje es exactamente como mirar una obra en un museo. Es importante describir el qué, sin duda, saber nombrar las cosas. Pero lo más trascendental es siempre entender el porqué. Por qué ese barranco tiene esa forma, por qué esa ciudad está donde está, por qué la vegetación cambia según la altitud. Del mismo modo que preguntó por qué Goya pintaba brujas, algún día preguntará por qué esos cultivos y no otros o por qué hay tantos, y tan diferentes, volcanes en estas islas. Y entonces comprenderá que todo puede leerse como un texto si aprendemos su gramática. Que el paisaje, como el cuadro, es simultáneamente respuesta y pregunta.

 

Y algún día, quizá frente a un cuadro que no imagino, o quizá simplemente un martes por la tarde en una calle cualquiera, algo va a hacer clic. Verá una forma, un color, un gesto que solo puede ver porque una vez, cuando tenía seis años, estuvo frente a un Picasso. Porque cuando tenía once, preguntó por qué Goya pintaba brujas.

 

De la alegría luminosa de Sorolla a la oscuridad de Goya en cinco años. De "no sabe dibujar" a "¿por qué pinta así?". Eso es crecer mirando arte. Eso es aprender que cada cuadro es una pregunta, no una respuesta.

 

Porque educar la mirada es eso: enseñar a ver más allá de lo evidente, a buscar el porqué antes que el qué. Es sembrar sin certezas sobre la cosecha. Pero llegará. Porque ya está llegando. Él ya pregunta en lugar de juzgar.

 

Ya hace silencio antes de hablar.

 

Ya está aprendiendo a mirar.

 

Javier Estévez

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