Volver a la tierra herida: una esperanza que camina con la memoria

Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes.

[Img #9373]Hay paisajes que no solo se recorren con los pies, sino también con el alma. Cuando pienso en el regreso de tantas familias a Gaza, después del desgarro, la pérdida y el desplazamiento, no puedo evitar mirarlo desde lo más profundo de mi humanidad. No es solo un retorno físico: es una travesía interior que me recuerda los relatos antiguos que tantas veces hemos escuchado, esos donde el dolor y la fe caminaban juntos bajo el mismo cielo.

 

En la Biblia, José y María huyen a Egipto para proteger al niño. Aquel viaje forzado no fue una elección, sino una urgencia de sobrevivir. Pienso en las madres actuales, que abrazan a sus hijos mientras regresan a ciudades reducidas a polvo, preguntándose cómo sembrar vida en medio de los escombros. El eco de aquella huida resuena hoy, no como historia lejana, sino como una herida abierta de nuestro presente. Y, sin embargo, así como aquella familia volvió cuando pasó el peligro, hoy también hay quienes, impulsados por una mezcla de necesidad, dignidad y amor por la tierra, emprenden el camino de regreso.

 

El concepto de tierra prometida nunca fue, para mí, solamente un lugar geográfico. Fue siempre una aspiración de justicia, de convivencia y de pertenencia. El pueblo de Israel caminó cuarenta años por el desierto con la esperanza como brújula. Hoy, quienes regresan a Gaza caminan entre ruinas, y aunque no todo está claro ni garantizado, llevan consigo algo que no se puede demoler: el deseo de hogar. Ese anhelo, frágil y poderoso al mismo tiempo, me recuerda que la promesa no es un destino acabado, sino una construcción compartida, a veces silenciosa, otras heroica.

 

A veces me pregunto cómo se siembra esperanza en medio del miedo. Y encuentro la respuesta en pequeñas imágenes: una puerta reconstruida, una escuela pintada de nuevo, una familia que vuelve a cocinar con lo poco que tiene. Esos gestos modestos son, para mí, como los brotes que nacen en tierra quemada. No niegan la tragedia, pero se niegan a dejar que el dolor tenga la última palabra.

 

También me interpela otra escena bíblica: el regreso del exilio en Babilonia. Después de años de dispersión, el retorno no fue inmediato ni fácil. Hubo diferencias, heridas y dudas, pero también reconstrucción del templo, de las casas y de la identidad. Hoy, ese espíritu antiguo resurge, no como réplica, sino como inspiración. Porque el regreso no borra el pasado, pero puede abrir una nueva página donde la memoria se convierte en cimiento y no en cadena.

 

Siento que hablar de Gaza solo en cifras y titulares es insuficiente. Hay una dimensión humana que trasciende cualquier geopolítica. Quienes regresan no lo hacen porque ignoren el riesgo, sino porque no quieren renunciar a su raíz. En eso encuentro una enseñanza profundamente espiritual: el arraigo no es posesión, sino vínculo. Y como todo vínculo, duele, resiste y sueña.

 

Sé que hay voces que ven el retorno como una locura, pero también hubo quienes no comprendieron por qué Moisés insistía en caminar hacia una tierra incierta guiado solo por una promesa. Hoy, la esperanza no se expresa con trompetas, sino con manos que levantan muros, con ancianos que recuerdan nombres de barrios desaparecidos, con niños que aún imaginan un mañana posible.

 

Yo no sé cómo será el futuro de Gaza. No pretendo ofrecer certezas donde la historia ha sembrado tantas sombras. Pero sí creo que cada regreso, por pequeño que sea, es un acto de fe laica y sagrada a la vez. Es una declaración silenciosa que dice: “Aquí pertenecí, aquí sufrí, y aquí quiero volver a comenzar”.

 

Y quizá, en medio de todo, esa sea nuestra responsabilidad como observadores del mundo: no dejar que la devastación nos robe la capacidad de asombrarnos ante quienes, aun rotos, siguen eligiendo la vida. Porque si algo nos enseñan los antiguos relatos, es que el camino de regreso también puede ser un camino de revelación.
 

Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes.

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