
“Cuando el alcalde nuevamente franquista conquistó el poder local, sus correligionarios más directos impusieron nuevas normas municipales que rayaban no solo en la incoherencia, sino que dispuestos se mostraban a implantarlas sin sobresalto alguno y dar, al mismo tiempo, rienda suelta a sus tremebundas vanidades.
Dicen que el primer edil se convirtió en una alta figura que, además de subido en una tarima imaginada y ficticia, derramaba por doquier su eterna y aparente bondad: si estás de acuerdo conmigo, todos los parabienes posibles. Así que buena parte de la población echó de menos al anterior gobierno municipal y se cumplió una vez más aquel refrán de “otro vendrá, que bueno me hará”. Y así los días transcurrieron entre medidas nuevas y contradictorias, donde la libertad de pensamiento y expresión pasó a convertirse en una especie de pecado original del que era necesario confesarse previo arrepentimiento público. Así que la otrora Plaza vieja y libre comenzó a cambiar.
Y todo fue tan original y novedoso que aquello que había sido democrático pasó a mejor vida, donde la muerte era ensalzada al grito de militares marchas y correajes viejos.”
Juan FERRERA GIL
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