Casi todos la llamábamos carretilla pero al maestro albañil, de nombre Fernandito, que reformó mi casa, al que yo serví de peón ya entrado en la pubertad, le gustaba decir carrucha y me pegó la costumbre. Todavía la llamo por ese nombre. Entre sus haberes, aparte de sachos, picos, palas, cucharillas, planas y la plomada, entre otras cosas, había una carrucha que nos sirvió de mucho mientras duró la rehabilitación de mi casa.
Seis meses aguantando de jefe a Fernandito con un trajín constante, por lo cual, conociendo como conocía el cuento de Pancho Guerra sobre un peón que trabajaba con varios albañiles que estaban haciendo un cine, y viendo la exigencia del que ordenaba, me dieron ganas de decirle varias veces que me iba a ir a la taquilla para sacar la entrada, pues el cine se terminaría enseguida.
Recuerdo que por aquellas fechas yo estudiaba 2º de Bachillerato Elemental, Libre por supuesto, en una academia de Ingenio en la que pagaba treinta y cinco pesetas a la semana, puesto que el instituto más cercano estaba en Telde y llegar hasta allí en el coche de hora era una especie de viacrucis.
Como las clases eran por la tarde, de cuatro a ocho, me pegaba las mañanas haciendo de peón, amasando mezcla con el sacho, y venga el ajetreo de acarrear bloques, arena, cemento y broza en la carrucha por el callejón de mi casa. No me gustaba nada que quienes estudiaban conmigo en la academia me vieran trabajando con pantalones remendados o zurcidos y con camisas viejas.
Me avergonzaba que me miraran vestido de aquella guisa en el callejón, en el que, por otra parte, había una acequia donde las mujeres lavaban la ropa, dale que te pego, y en cuya entrada, o salida, se alzaba una cruz bien grande, cuya historia se calificaba como truculenta, pues, por lo visto, un hombre fue arrastrado hasta allí, atravesado por los pitones de un toro embravecido, el cual, echando espumarajos por la boca, dejó tirado y desgarrado al pobre hombre en aquella esquina del solar, situado delante de mi casa y ocupado por piteras, julagas y tuneras. Yo me persignaba tropecientas veces al día, salvo por olvido, pues era pecado venial no hacerlo y a las cinco faltas se convertía en un pecado mortal.
También recuerdo que aprendí a levantar paredes y a encalar, habilidades que ya tengo completamente olvidadas, y que una vez acabada la obra, con los bloques, el cemento y la arena que sobraron, me hice un cuarto en la azotea, que teché con planchas de uralita, al que me mudé de inmediato. Lo decoré a mi gusto con carteles de Los Beatles, que eran mis ídolos entonces, y, como mi madre la tenía por allí olvidada, puse una alfombra grande en el suelo, al lado de la cama.
Allí nos reuníamos mis amistades y yo para cantar canciones sudamericanas de Mercedes Sosa, Facundo Cabral, Los Chalchaleros, Omara Portuondo y un largo etcétera, aunque a mí, a diferencia de quienes me visitaban, que tenían otros pareceres, también me gustaban Antonio Machín, Lucho Gatica (que cantaba “La barca”) y Los Panchos, aunque no todo. Nos lo pasábamos en grande echándonos tanto una cueca chilena como una chacarera argentina o un buen bolero. “El bardo” es el que más cantábamos, sobre todo porque nos lo pedía mi hermana.
Quizás el hecho de haber sido peón de albañil durante seis meses me hizo decidir por seguir estudiando, lo cual me estuve planteando un tiempo puesto que era complicado aprobar Bachillerato libre: había que correr el riesgo de agarrarte a la suerte de un examen por asignatura, al que debía presentarme en junio, en el Instituto Pérez Galdós. Hasta que se inauguró el Instituto de Agüimes, donde empecé a hacer cuarto de Bachillerato, siempre suspendía alguna materia, sobre todo las matemáticas. No obstante tuve bien claro que prefería estudiar una carrera a estar toda la vida amasando mezcla, colocando filas y más filas de bloques, encalando paredes y echando cierres.
Y fue conduciendo la carrucha,
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… un día que estaba cargada hasta los topes de sacos de cemento, cuando tomé la decisión de continuar con los estudios, los cuales, en un mundo marcado por una dictadura y por la Iglesia, me ayudaron a gozar una vida mucho más libre y solazada que la que hubiera tenido si hubiera seguido el impulso de romper con todo y dedicarme, por ejemplo, al mundo del turismo, una ventana que ya se había abierto al pueblo canario, o me hubiera dispuesto a seguir en la construcción, de la que tanto aprendí con Fernandito.
Más adelante, ya estudiando en La Laguna, escuché una canción de Chico Buarque que se titulaba “Construcción”, que describe el ciclo de la vida de un maestro albañil, de la cual me quedé con frases que iban cambiando a medida que las cantaba, como por ejemplo: “ladrillo con ladrillo en un diseño mágico” o “ladrillo con ladrillo en un dibujo lógico”, pues estupenda y juiciosa me pareció la decisión que tomé entonces. Una decisión de la que nunca me he arrepentido.
Texto y fotos: Quico Espino
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