
El reloj de pared de mi abuela siempre marcaba la hora exacta. Ni un segundo más, ni uno menos. Era un reloj bonito y antiguo, como ella. Su péndulo dorado y su esfera de porcelana fue regalo del mismísimo rey a su bisabuelo...o eso decía ella. Nadie en casa, ni mi madre ni mi tía, ni siquiera ella, recordaba quién lo había llevado a la casa por primera vez, pero desde ese día jamás se había parado.
No solo era bonito, sino también adivinatorio: siempre que alguno de los del pueblo fallecía, daba una campanada de más a la hora. Solo una, suficiente para que todos la escuchasen y guardaran silencio.
Mi abuela siempre decía que no se debía creer mas que en lo que se ve, pero, ¿y en lo que se oye? ¿Debemos creer en lo que se oye?
Ella siempre respondía lo mismo: es imposible anunciar una muerte antes de que ocurra porque ella nunca avisa. La muerte solo viene, y ya está.
Sin embargo, la noche en la que me quedé a dormir con ella, el reloj marcó las once dando doce campanadas.
Mi abuela ni se inmutó, siguió allí, leyendo, tan tranquila. Su espalda estaba siendo invadida por un riachuelo frío de sudor que la empapaba pero ella, ni mu.
—Eso es que el mecanismo está estropeado —dijo—, mañana llamó al relojero.
Pero el reloj, imperturbable, seguía balanceando su péndulo con la serenidad de siempre: tic-tac, tic-tac.
A la mañana siguiente, mi abuela se tomó el café en la terraza, como siempre, y mientras disfrutaba del silencio del inicio del día, el viento trajo hasta sus pies un trozo de papel. En él había un dibujo de unos lirios y una nota que decía:
“Aún no he terminado de contarte mi historia”
Según me dijo, los lirios eran las flores favoritas de mi bisabuela y, además, la letra con la que estaba escrita la nota se asemejaba mucho a la de ella. Pese a todo, trató de convencerse de que aquel trozo de papel llegó hasta ella de pura casualidad. Aunque muy en el fondo ella supiera que no era así.
Esa noche, ambas nos quedamos dormidas en el salón después de ver Lo que el viento se llevó, su película favorita. Y reloj volvió a sonar. Once, doce... y trece. ¡Trece campanadas!
Mi abuela se levantó como un resorte y tiró de mí para que hiciera lo mismo. A nuestro alrededor giraban todos los objetos del salón, y el péndulo del reloj empezó a moverse más rápido. Era como si el tiempo estuviera acelerando solo para nosotras.
—Mamá... —susurró mi abuela.
Las cosas pararon de golpe y, al otro lado de la puerta, se oyó el crujir de la madera: había alguien en el porche.
Encendimos una vela y salimos decididas a abrir. Todo estaba en silencio, el reloj marcaba las doce y veinte y, por primera vez, el péndulo había dejado de moverse y, bajo la puerta, había un sobre a medio deslizar. Dentro había una foto antigua de mi bisabuela abrazada a un hombre que no era mi bisabuelo. En el reverso, otra vez aquella letra:
“El también merece ser recordado”.
Mi abuela miró de nuevo la foto, no había visto nunca a aquel hombre pero había algo en él que le resultaba extrañamente familiar...la línea del mentón, sus ojos, el lunar de la oreja izquierda.
Me pidió que le acerca la caja de lata que tenía guardada bajo la tele, la que heredó de su madre y donde guardaba recuerdos de sus antepasados y de ella misma. Cuando se la di, se sentó en las escaleras y la abrió con torpeza, nerviosa, temblando. Rebuscó entre los papeles y sacó uno muy viejo y amarillo. Era su partida de nacimiento y ponía: “padre desconocido”.
El hombre de la foto podría ser él, su padre.
Una ráfaga de viento apagó la vela. El reloj volvió a ponerse en marcha solo, dando una nueva campanada lenta y suave. Y luego, una voz:
—Gracias por encontrarlo.
Esta vez sí que reconoció la voz de su madre. Mi abuela se levantó y, sin soltarme de la mano, se dirigió al reloj. En el cristal se veía el reflejo de mi bisabuela, con el cabello suelto y sonriendo.
—No tengas miedo mi hija, hay verdades que tienen que salir a la luz para poder descansar en paz. Ese era tu padre, el verdadero. Le arrebataron el nombre antes de que nacieras, pero ahora puedes devolvérselo.
La figura empezó a desvanecerse rápido, tal y como había venido, dejando el cristal empañado.
Cuando el silencio volvió eran las doce y treinta y tres.
Ninguna de las dos durmió esa noche. Ella por el acúmulo de emociones de su interior, yo por el miedo que había pasado.
Por la mañana, después del café, buscamos sin parar alguna pista sobre su nombre y su paradero pero solo encontramos dos iniciales pequeñas en la esquina de la foto: E. M. Menos mal que recordamos que la biblioteca del pueblo tenía una sección destinada a archivar todos los sucesos importantes acontecidos allí.
Después de unas cuantas horas de búsqueda llegamos hasta él: Eusebio Martín, un joven pescador desaparecido en el puerto en 1923. La descripción del muchacho coincidía con el de la foto y la fecha de la desaparición... era el mismo día en el que ella nació.
Más abajo, una nueva noticia hablaba de que aquel joven fue encontrado muchos años después en mal estado y desorientado. No recordaba quién era ni de dónde venía. Tampoco qué le había pasado. Lo único que decían en esa noticia es que el hombre repetía una y otra vez un nombre: Clara. En el resto de los registros, la fecha de su muerte: 9 octubre de 2025.
Mi abuela entró en shock. Ella era esa Clara y él había muerto hacía tan solo dos días: la noche en la que dormimos juntas y el reloj dio las trece campanadas.
Olga Valiente

























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