Arterias

Javier Estévez

[Img #6052]Hay canciones que parecen escritas exclusivamente para uno. Libros que te conocen mejor que tus amigos. Párrafos que te arrancan una exclamación involuntaria: "Ay, dios". Como si te hubieran cortado una arteria.

 

Esto no es metáfora. Es experiencia física. Es lo que sucede cuando la literatura cumple su función más alta: no entretener, no informar, sino despertarte. Sacudirte. Obligarte a mirar de otra manera.

 

En Mi refugio y mi tormenta Arundhati Roy confiesa que tardó cuatro años en escribir El dios de las pequeñas cosas. Cuatro años no solo de escritura diaria durante horas, sino también de recorrer kilómetros y kilómetros de lecturas. De sedimentar. De dejar que la novela respirara, madurara, encontrara su propio lenguaje. Detrás de esas páginas hay arquitectura, poesía, historia de Kerala, teoría poscolonial. Hay una escritora que supo esperar.

 

Hoy se escriben novelas en un mes, y no pocos escritores apenas leen.

 

No es solo un dato anecdótico. Es síntoma de una época que confunde velocidad con productividad, cantidad con calidad. Una época que produce textos huecos, con frases previsibles y metáforas recicladas, escritos desde el vacío cultural y la urgencia de publicar para esquivar la tan temida irrelevancia. La prisa empobrece. La paciencia construye.

 

Hay una frase de Faulkner que me viene a la mente: "Read, read, read. Read everything—trash, classics, good and bad, and see how they do it." Los grandes escritores son, ante todo, grandes lectores.

 

La escritura de calidad resiste la tentación de la inmediatez. Leila Guerriero, por ejemplo, escribe con densidad, paciencia y constancia. Sus perfiles y crónicas —Una historia sencilla, Teoría de la gravedad, La otra guerra, entre otras— son arquitectura narrativa. No acumula información; construye. Cada frase está pensada. Cada reportaje es literatura de no ficción al más alto nivel.

 

Guerriero comparte con Roy algo esencial: la conciencia de que el lenguaje no es solo vehículo, es destino. No escribe para informar rápidamente; escribe para que el lector sienta la textura de una vida, de un momento, de una obsesión. Sus textos se demoran, rodean el objeto, lo miran desde ángulos distintos. Esto requiere tiempo. Requiere lecturas. Requiere respeto al lector: no darle lo primero que se te ocurre, sino lo más preciso, lo más verdadero.

 

Mi refugio y mi tormenta es distinta. Es original. A ratos te desorienta, como desorienta El dios de las pequeñas cosas. Pero Roy no escribe para tranquilizarte. Escribe para obligarte a mirar lo mismo con ojos distintos. Y en medio del desconcierto aparecen fragmentos que lees una y otra vez, llevado por la admiración y esa agitación interior que solo despierta lo extraordinario y conmovedor.

 

Roy tiene una forma de escribir que es arquitectónica y musical al mismo tiempo. Construye estructuras complejas —saltos temporales, voces que se superponen, palabras inventadas— pero todo suena, todo resuena. No es experimentación vacía; es forma al servicio del significado. Aborda a su madre con la misma honestidad radical con que trata la política o la justicia social. No idealiza, no santifica. Muestra a una mujer entera: brillante, difícil, valiente, contradictoria. Tiránica en muchas ocasiones. Y al hacerlo, el retrato se vuelve más conmovedor, porque reconocemos en esa madre no un ícono, sino un ser humano completo, con sus batallas y sus heridas.

 

Cuando cierras la última página de un libro así, sientes que volverás a leer estas páginas. Este libro. No es simple gusto o satisfacción de haber terminado algo bueno. Es necesidad física de regresar porque algo quedó vibrando, porque el libro te cambió el paso y necesitas entender cómo lo hizo. Esa es la marca de la literatura que realmente importa: la necesidad de volver.

 

Los grandes escritores no nos conocen individualmente, pero conocen profundamente un tipo de hambre. Una forma de estar en el mundo con los ojos abiertos y el corazón vulnerable. Cuando reconocemos esa hambre en sus páginas, sentimos que escribieron para nosotros. Como esa canción que parece escrita exclusivamente para ti. Como ese libro que te conoce mejor que tus amigos. Como esos párrafos que te cortan una arteria y te dejan sangrando verdad.

 

Eso es lo que hace la literatura que importa. No te protege del dolor. Te lo entrega completo, confiando en que puedes sostenerlo. Y después de leerla, algo en ti ha cambiado. Irremediablemente. Porque la gran literatura no es la que se escribe rápido. Es la que se sedimenta despacio para luego resonar para siempre.

 

Javier Estévez

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